La ternura de Dios (VIII): María, Madre de la misericordia

En el Magnificat, Santa María canta la misericordia, el amor alegre de Dios que viene a devolver la felicidad a un mundo entristecido. Ella es la primera Hija de la misericordia de Dios; y a la vez que Hija, es Madre del Dios de misericordia: por eso la llamamos Mater misericordiæ.

Cuando Gabriel le comunica la noticia alegre, el evangelion que, desde la humildad de un pueblo de Galilea, cambiará la vida de los hombres para siempre[1], «la Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración»[2]. El Señor también ha escuchado a Isabel, le dice el ángel a la Virgen, antes de retirarse. Santa María reposa unos instantes las palabras de Gabriel: se abre paso en su interior una alegría que le ensancha el alma y que, a la vez, la recoge en adoración del Dios escondido, latens Deitas[3], que ahora alberga en su seno. Al poco, está ya saliendo para la montaña: su prima quizá necesita que le dé una mano; y, casi más, necesita también ella ir a verla, porque no cabe en su gozo, y no sabe de nadie más con quien pueda compartir ese feliz secreto, además de José. Santa María es ya en este momento «imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los montes de la historia»[4].

Dios ha tomado la iniciativa; ha escogido la tierra fértil de su generosidad y de su abandono, y ha inaugurado en ellas [María e Isabel] la verdadera primavera de la historia.

Si nadie como una madre percibe la alegría de vivir que palpita en un recién nacido, la felicidad de la Virgen y de su prima, a la que se asoman las vecinas de Ain Karim, es mucho más intensa: Dios ha tomado la iniciativa; ha escogido la tierra fértil de su generosidad y de su abandono, y ha inaugurado en ellas la verdadera primavera de la historia. Mientras el gran mundo intenta vivir de sus alegrías inciertas, en este rincón de Judea estalla, silenciosamente, la alegría de Dios. San Lucas nos cuenta que, al saludar María a Isabel, san Juan Bautista da un brinco de alegría en el seno de su Madre. Como el profeta David bailaba y brincaba en torno al Arca de la Alianza, así ahora el mayor de «entre los nacidos de mujer», aquel que es «más que un profeta» (Mt 11,9.11), salta a la llegada de Santa María, la nueva Arca de la Alianza. También en esto, el Bautista es precursor del Hijo de David; como dirá de sí mismo al cabo de los años, él es «el amigo del esposo, que (…) se alegra con la voz del esposo» (Jn 3,29). Y ya ahora, al oír a la Madre del Esposo, movido por el Espíritu Santo, es profeta sin palabras de la alegría del Evangelio.

Se alegra mi espíritu en Dios

«El Señor, tu Dios, está en medio de ti como poderoso Salvador. Él disfrutará de ti con alegría, te renovará su amor, se regocijará en ti con canto alegre, como en los días de fiesta» (So 3,17-18). San Lucas tenía bien presente al profeta Sofonías cuando relataba estos momentos de la vida de la Virgen. La alegría, íntima y desbordante a la vez, que Santa María ha contenido en sus días de viaje desde Nazaret, y que se contagia instantáneamente a santa Isabel y a san Juan, encuentra ahora su cauce en el Magnificat, canto de alegría y de misericordia[5]. «Nuestra Madre ha meditado largamente las palabras de las mujeres y de los hombres santos del Antiguo Testamento, que esperaban al Salvador, y los sucesos de que han sido protagonistas. Ha admirado (…) el derroche de la misericordia de Dios con su pueblo, tantas veces ingrato. Al considerar esta ternura del Cielo, incesantemente renovada, brota el afecto de su Corazón inmaculado: mi alma glorifica al Señor»[6].

«Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador». Santa María es hija de un pueblo mediterráneo, de una tierra donde se canta y se baila: su emoción íntima, que viene del fondo del alma, se exterioriza en gestos y exclamaciones. «A veces no os bastará hablar, tendréis necesidad de cantar por amor (…) andaréis por el mundo, dando luz, como hachones encendidos que chispean fuego»[7]. La alegría de María no se explica solo porque Dios ha entrado en su vida, sino porque, a través de Ella, el Hijo de Dios se hecho uno de nosotros, «acordándose de su misericordia (…) para siempre».

La Iglesia se reconoce en el Magnificat, «el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia»[8], y por eso lo rememora a diario en el oficio de Vísperas. Con Santa María, no canta una alegría pequeña e individual: canta la alegría de la humanidad entera; una alegría que proviene de la esperanza en «Dios mi salvador». La Iglesia sabe que Dios es más fuerte que el mal. «Lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Co 1,25): la fuerza de los «poderosos» y los «soberbios de corazón», que hacen la guerra a «aquellos que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17), y amenazan con aplastar el Amor de Dios, no es más que fuerza exterior, ruido, vanidad: «como polvo que dispersa el viento» (Sal 1,4).

«Nuestra tristeza infinita solo se cura con un infinito amor»[9]: la misericordia es el amor alegre de Dios que viene al encuentro de un mundo entristecido, un «valle de lágrimas»[10]. Dios «sale como esposo de su alcoba, alegre, como un héroe, a recorrer su camino» (Sal 19 [18],7): viene con su cariño, con su perdón, con su comprensión… Viene sobre todo con la alegría del Espíritu Santo, caridad increada, que es la fuente continua de su misericordia, porque solo desde la alegría se tienen fuerzas para perdonar sin reservas y sin límites. Esta alegría de Dios es también el horizonte de su misericordia, porque nos ha creado para Él; quiere salvarnos de la tristeza del pecado para darnos una felicidad que nadie nos podrá quitar[11].

Dios ha confiado esta alegría a su Iglesia, y nadie se la puede quitar, «a pesar de los pesares»[12]. Por eso canta con María: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones». Todas las generaciones de los hombres acaban encontrando en la Iglesia una Madre que, a través de las crisis y tragedias de la historia, y aun en su sufrimiento por los hijos o los extraños que la maltratan o la desprecian, rebosa de la alegre salvación de Dios, y ofrece incansablemente a todos su misericordia. Como María en su Magnificat, la Iglesia sobrevuela en cierto modo la historia[13]; Ella custodia la alegría de la Resurrección y vislumbra, entre tanto dolor y miseria, tanta santidad oculta y fecunda: la misericordia de Dios que «se derrama de generación en generación sobre los que le temen».

Los pobres de Dios

El Magnificat está impregnado de «la espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se reconocían “pobres” no solo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, (…) abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora»[14]. Santa María, y nosotros con ella, no canta su propia grandeza: canta su pequeñez —«la humildad de su esclava»—, y las «cosas grandes» que Dios ha hecho en Ella. «Magnificat anima mea Dominum»: todas las generaciones y todas las culturas han puesto y seguirán poniendo música a estas palabras, que podrían traducirse así: «Qué grande es Dios, qué bien hace las cosas». El entusiasmo de María en Ain Karim resonará tres décadas después en los labios de su Hijo, en el momento en que quizá la alegría de Jesús se expande más claramente en los evangelios. Es bonito observar que las notas de su alegría son las mismas que en el Magnificat de su Madre: «En aquel mismo momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21)[15]. Esta predilección de Dios por lo pequeño encierra un profundo misterio. Dios queda “desarmado” ante los sencillos; su lenguaje, aparentemente ingenuo e inofensivo, «derriba de su trono a los poderosos». La misericordia nos muestra el verdadero rostro de Dios y el «poder de su brazo», que acaba siempre venciendo. «De la boca de los pequeños y de los niños de pecho has preparado alabanza frente a tus adversarios, para acabar con enemigos y rebeldes» (Sal 8,3).

Virgen blanca, de la Catedral de Toledo (España).

Cuando Juan envía a sus discípulos a preguntar a Jesús si él es «el que ha de venir» (Mt 11,3), el Señor desglosa, con palabras del profeta Isaías[16], los signos de la presencia de Dios en medio de su pueblo, entre los que brilla este: «a los pobres se les anuncia el Evangelio» (Lc 7,22). Los pobres, en la Biblia, son quienes esperaban la visita de Dios. Zacarías era un pobre y por eso supo que «por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, el Sol naciente» nos visitaría «desde lo alto» (Lc 1,78); Simeón era pobre, y por eso sus ojos vieron la salvación[17].

Esta pobreza no es pobretería del alma ni estrechez de miras; ni significa ausencia de letras: los magos de Belén, que pertenecían seguramente a la élite cultural de su tierra, eran «pobres en el espíritu» (Mt 5,3); su actitud contrasta con la suficiencia de los escribas, la ansiedad de Herodes y la curiosidad efímera de Jerusalén donde, pasada la trepidación por la llegada de los Magos y su pregunta acerca del Rey que estaba por nacer, nadie más volvió a interesarse por el asunto. Estos sabios tenían la sencillez de los pastores de Belén; tenían corazón para entender, ojos para ver, oídos para escuchar[18], y por eso pudieron contarse entre los primeros en adorarle.

«Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava (…). Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen». La mirada misericordiosa de Dios se posa en quienes pueden acogerla, porque reconocen con el salmista: «Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí» (Sal 40 [39],18). Dios “necesita” nuestra pobreza para entrar en el alma: «Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma»[19].

Hija y Madre de la misericordia

Santa María es Hija de Dios y Madre de Dios: genuisti qui te fecit; engendró a Aquel que la había creado, y que la había redimido

Santa María es Hija de Dios y Madre de Dios: genuisti qui te fecit[20]; engendró a Aquel que la había creado, y que la había redimido, ciertamente de un modo especial que la distingue de todo el género humano: «María recibió en su concepción la bendición del Señor y la misericordia de Dios, su salvador»[21]. Ella es por eso la primera Hija de la misericordia de Dios. Y a la vez que Hija, es Madre del Dios de misericordia: por eso la llamamos Mater misericordiæ, Madre de la misericordia. «Dirijamos a ella la antigua y siempre nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús»[22]. San Josemaría nos enseñó que «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María»[23]. Nuestra Madre disuelve la soberbia de nuestros corazones y nos ayuda a hacernos pequeños, para que Dios ponga los ojos en nuestra humildad y nazca Jesús en nosotros. Acudamos a Ella con confianza de hijos, en tantos pequeños detalles de cariño; uno, que San Josemaría aconsejaba a los fieles del Opus Dei, es besar el rosario antes de rezar el Salmo 2, cada martes.

Todas las generaciones la han llamado y la «llamarán bienaventurada», porque «el amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz»[24]: con su Hijo, Santa María sufrió en el Calvario «el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina»[25]. La Piedad, como ha venido a llamarse la escena de la Virgen con su Hijo muerto entre los brazos, expresa intensamente esta participación íntima de nuestra Madre en la misericordia de Dios. «Piedad» traduce precisamente el hebreo hesed, uno de los conceptos con los que la Biblia expresa la misericordia de Dios. En la Cruz, despreciado por los hombres, Dios protege más que nunca «a Israel su siervo, recordando su misericordia». Cuando los hombres se olvidan de las misericordias del Señor, Dios las lleva hasta el extremo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo (…). Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras que el Señor decía desde la Cruz a su Madre y a cada uno de nosotros[26], manifiestan «el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que “todo está cumplido” (Jn 19,28)»[27]. Nos acogemos a su protección, para que nos haga misericordiosos como el Padre: «Ella agrandará nuestro corazón y nos hará tener entrañas de misericordia»[28].

Carlos Ayxelá


[1] Cfr. Lc 1,26-38.

[2] San Josemaría, Santo Rosario, 1º misterio gozoso.

[3] Cfr. Himno Adoro te devote.

[4] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi (30-XI-2007), 50.

[5] Cfr. Lc 1,46-55.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, 241.

[7] San Josemaría, Carta 11-III-1940, 30.

[8] Francisco, Homilía, 15-VIII-2013.

[9] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), 265.

[10] Antífona Salve Regina.

[11] Cfr. Jn 16, 22.

[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 131.

[13] En el original griego, el Magnificat «tiene siete verbos en aoristo, que indican otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia: “Hace proezas...; dispersa a los soberbios...; derriba del trono a los poderosos...; enaltece a los humildes...; a los hambrientos los colma de bienes...; a los ricos los despide vacíos...; auxilia a Israel”» (Benedicto XVI, Audiencia, 15-II-2006).

[14] Benedicto XVI, Audiencia, 15-II-2016.

[15] Cfr. Mt 11,25-27.

[16] Cfr. Is 42,7.18; 61,1; Lc 7,19-20; Mt 11,2-3.

[17] Cfr. Lc 2,30.

[18] Cfr. Dt 29,3.

[19] Es Cristo que pasa, 181.

[20] Misal Romano, Común de la Virgen María, Antífona de entrada.

[21] Liturgia de las horas, 8 de diciembre, Officium lectionis, Antífona.

[22] Francisco, Bula Misericordiæ Vultus (11-IV-2015), 24.

[23] San Josemaría, Camino, 495.

[24] Es Cristo que pasa, 43.

[25] Francisco, Evangelii gaudium, 285.

[26] Cfr. San Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia (17-IV-2003), 57.

[27] Francisco, Evangelii gaudium, 285.

[28] San Josemaría, “El compromiso de la verdad” (9-V-1974), en Josemaría Escrivá y la Universidad, Pamplona: Eunsa, 1993, 109.