Dejarse perdonar: la mayor muestra de agradecimiento

Pedro pregunta cómo y cuánto perdonar; Jesús da la vuelta a la pregunta y le enseña a dejarse perdonar… como el hijo pródigo, que volvió a ser fiel, del modo en que podía serlo: confiando.

Pedro pregunta cómo y cuánto perdonar; Jesús da la vuelta a la pregunta y le enseña a dejarse perdonar… como el hijo pródigo, que volvió a ser fiel, del modo en que podía serlo: confiando.

Pedro está a punto de dar pie a que Jesús cuente una parábola sorprendente. Como de costumbre, sin pelos en la lengua, se lanza a preguntar cuántas veces tiene que perdonar a su hermano. Y, para no ponérselo muy difícil al Señor, se muestra dispuesto a hacerlo incluso siete veces, número que en la Biblia indica plenitud, abundancia. Andrés observa la escena entre divertido y curioso. Conoce a su hermano y no acaba de acostumbrarse a su espontaneidad. Sin embargo, acabará agradeciendo la audacia de Pedro, porque será la ocasión de escuchar de los labios del Maestro una parábola que es a la vez tierna y trágica, pero precisamente por eso profundamente esperanzadora. Jesús va a desbordar con divina sobreabundancia las previsiones más optimistas del atrevimiento de Pedro.

Aplastado por las deudas

La escena la narra solo san Mateo y tiene todo el frescor de quien conoce bien las monedas y su valor. Un rey decide arreglar cuentas con sus siervos. Lleno de pavor, se presenta ante él un siervo que le debe diez mil talentos. Con razón le abruma su deuda, y solo se atreve a pedir una prórroga. Sin embargo, la bondad de su señor le sorprende: «compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda» (Mt 18,27). Le perdona todo y de golpe. El siervo nunca habría sido capaz de soñar algo así. Aturdido, abandona el lugar sin acabar de asimilar tanta magnanimidad.

Pero su desconcierto se traslada, amplificado, a quienes atendemos al relato de Jesús. Si la reacción del amo era sorprendente, aún lo es más la actitud de este siervo con un compañero al que encuentra casualmente, después de estar con el rey: «agarrándole, lo ahogaba y le decía: “Págame lo que me debes”» (Mt 18,28). Incapaz de reconocer en las súplicas de su compañero las que él mismo ha pronunciado unos instantes atrás, se muestra inflexible y exige lo que le corresponde. No es capaz de perdonar algo que, comparado con lo que a él se le ha condonado, es una miseria.

¿Cuál es la razón de esta insensibilidad que le impide actuar como su rey? Quizá lo que le sucede es que no se ha dejado perdonar verdaderamente. Le sigue pesando su deuda. No logra ser un siervo fiel a su señor porque no ha descubierto el amor y la alegría de quien le ha perdonado. No logra olvidar la fortuna que debía; no le cabe en el corazón un regalo tan grande. Quizá teme que tanta bondad le persiga en el futuro. Diez mil talentos son sesenta millones de denarios. Un jornalero tendría que trabajar ciento sesenta mil años para lograr alcanzar esa cantidad…

Llenar el cielo de alegría

Para bucear en el océano de la libertad divina, para comprender un poco por qué podemos considerar que Dios es tan feliz cuando le dejamos que nos perdone, necesitamos las luces del Espíritu Santo. Solo así podemos entender cómo es posible que haya «en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15,7). Santo Tomás explica que «a Dios le corresponde más por su infinita bondad usar la misericordia y el perdón que castigar. De hecho, el perdón conviene a Dios por su naturaleza, mientras el castigo es debido a nuestros pecados»[1]. Ofende a Dios —podemos decir: le duele— el daño que nos hacemos. Jesús sufre y se apropia toda la culpa que merecemos; nos lava con su propia sangre (cfr. Ap 7,14) y nos reviste con su persona (cfr. Gal 3,27).

El Señor, consideraba san Josemaría, «nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre»[2]. Se podría decir que nuestra conversión es dejar que Dios pueda portarse con nosotros como el Padre que es. De ahí que «la mayor muestra de agradecimiento a Dios» consista en «amar apasionadamente nuestra condición de hijos suyos»[3].

En alguna ocasión, el Papa Francisco se ha referido a una leyenda sobre san Jerónimo. Se cuenta que después de haber pasado muchos años traduciendo la Biblia al latín, estaba celebrando la Nochebuena en la gruta de Belén y se le apareció el Niño Jesús, que le pidió un regalo por su cumpleaños. San Jerónimo comenzó a enumerar posibles obsequios, pero el Niño no se quedaba satisfecho con ninguno. San Jerónimo le preguntó entonces qué era lo que deseaba, a lo que Jesús le respondió: «dame tus pecados». Ese es, en cierto modo, el mejor regalo que podemos hacerle. Lo único que es exclusivamente nuestro, lo que lleva nuestra «denominación de origen». Y si le entregamos nuestros pecados, dejan entonces de pesarnos; dejan de envenenar nuestra vida. «Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve; aunque fuesen rojos como la púrpura, quedarán como la lana» (Is 1,18).

La fidelidad de pedir perdón

En una de sus cartas pastorales, el Padre sitúa el fundamento de nuestra fidelidad en la de Dios. «La fe en la fidelidad divina da fuerza a nuestra esperanza, a pesar de que nuestra personal debilidad nos lleve a veces a no ser del todo fieles, en lo pequeño y quizá, en alguna ocasión, en lo grande. Entonces, la fidelidad consiste en recorrer —con la gracia de Dios— el camino del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32)»[4].

¿Por qué se puede decir que ese camino de vuelta es parte de nuestra fidelidad? Quizá porque al pedir perdón aceptamos precisamente que somos pecadores, que necesitamos ser salvados. Ignorar el mal que hay en nosotros comportaría quedarnos encerrados en la cárcel de nuestras flaquezas. Pero Dios ha establecido un sacramento que bendice y hace posible nuestro camino de regreso, nuestra curación.

El simple hecho —a veces, no tan simple— de regresar a casa significa ya amar a Dios de una forma muy especial. Le demostramos que creemos firmemente que es bueno y fiel, y le pedimos que nos vuelva a dar lo que rompimos, porque lejos de él se está muy mal. Nos atrevemos incluso a pedirle un don aún más grande que el que habíamos perdido. Dejamos que nos ame, aunque no lo merecemos. Y, por si fuera poco, sabemos que quizá no será la última vez que nos alejemos. Pero aceptamos recorrer de vuelta ese camino siempre que sea necesario, con prontitud y con alegría, contagiándonos de la de quien nos espera al llegar a casa… o incluso antes de llegar, porque Dios no tiene paciencia para esperar sentado. Al dejar que nos perdone, aceptamos vivir en deuda, y agradecemos que él sea nuestro fiador.

Una vez de vuelta, la fidelidad exigirá «permanecer en continua vigilia, porque no cabe confiar en nuestras pobres fuerzas»[5]. Escogerle a él supone lucha, pero aceptar la lucha engendra libertad. Y, «con la ayuda de Dios, podemos ser fieles, avanzar en el camino de la identificación con Jesucristo: que nuestros modos de pensar, de querer, de ver a las personas y al mundo, sean más y más los suyos, mediante un permanente comenzar y recomenzar»[6].

Primero Dios

En algunos países de Hispanoamérica se utiliza una expresión para manifestar la sumisión de nuestros planes a los de Dios, análoga a la fórmula clásica Deo volente, o también «si Dios quiere». Se suele decir, por ejemplo: «primero Dios, mañana iré a visitar a mi madre». Dejarse perdonar es precisamente permitir al Señor pasar en primer lugar: tomar la iniciativa. Es aceptar que nos gane en el amor, y precisamente así, corresponderle con un amor agradecido y a su medida.

«La vocación cristiana, en todas sus particulares expresiones, es llamada de Dios a la santidad. Llamada del amor de Dios a nuestro amor, en una relación en la que precede siempre la fidelidad divina: Dios es fiel (2 Tes 3,3; cfr. 1 Cor 1,9)»[7]. Por eso, se entiende muy bien que nuestra fidelidad no sea más que «una respuesta a la fidelidad de Dios. Dios que es fiel a su palabra, que es fiel a su promesa»[8]. Pedro pregunta cómo y cuánto perdonar. Jesús le da la vuelta a la pregunta y le enseña a dejarse perdonar. Primero Dios. Si queremos amar a Dios, serle fieles, repartir su amor y perdonar a los que nos ofenden, tenemos que aprender a dejar que obre en nosotros su fidelidad a sí mismo, a su alianza eterna.

El hijo pródigo redescubrió que el único que le quería de verdad estaba en el hogar que había abandonado. Volvió a confiar en la fidelidad de su padre; volvió a ser fiel, del modo en que podía serlo: confiando (con-fidens). Todos los que disfrutaron con sus riquezas lo habían abandonado, pero su padre seguía siendo su padre. Ya no merecía ser llamado hijo suyo, se decía entre sí. En realidad, nunca lo había merecido, porque los dones no se merecen. De lo que se trataba era de permitir a su padre seguir siendo el que siempre había sido: un padre orgulloso de sus hijos. Y aunque casi todo esto se le escapaba, se atrevió a volver; se atrevió a pedir perdón, porque entreveía las entrañas de misericordia de su padre, aunque no se imaginaba hasta qué punto era amado.

«¿Qué quiere decir construir la casa sobre roca?», se preguntaba Benedicto XVI en una ocasión. «Construir sobre roca quiere decir, ante todo, construir sobre Cristo y con Cristo (…). Quiere decir construir con Alguien que, conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice: “Eres precioso a mis ojos, (...) eres estimado, y yo te amo” (Is 43,4). Quiere decir construir con Alguien que siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque él no puede negarse a sí mismo (cfr. 2 Tm 2,13). Quiere decir construir con Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del hombre, y dice: “Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (cf. Jn 8,11). Quiere decir construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los brazos para repetir por toda la eternidad: “Yo doy mi vida por ti, hombre, porque te amo”»[9].

Perdonar a nuestros deudores

A la pregunta de Pedro sobre los «términos y condiciones» del perdón, Jesús le habla de un rey que no pone ninguno: perdona, y basta. Solo desde un perdón así, solo desde el perdón de Dios, somos capaces de amar nosotros mismos «hasta el fin» (Jn 13,1). Perdonar a los demás puede comportar a veces una fidelidad heroica y extrema al mensaje divino de amor incondicional a todos los hombres. Es reconocer en el otro un don de Dios, como san Pablo, que escribía a los efesios: «no ceso de dar gracias por vosotros, al recordaros en mis oraciones» (Ef 1,16).

Si queremos ser fieles, lo mejor es pensar, gozar y apoyarnos en la fidelidad de Dios. «Conforme vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista: Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo»[10].

Cada uno pedirá perdón como pueda, pero Dios responde siempre a lo grande, personalizando su cariño con cada uno. Así queremos perdonar nosotros, no de forma automática y fría. La actitud del padre del hijo pródigo es todo un programa para aprender a hacerlo. Ante las palabras de su hijo, tan duras consigo mismo, el padre le interrumpe, con una mueca que sin decir nada lo dice todo: «Pero hijo, qué cosas dices…». Al padre no le interesa aquel discurso, tan solemne, tan despegado de la realidad de su amor. Él solo ve a su hijo, desvalido, hambriento, y de regreso.

Ante la reacción del padre, vienen a la memoria aquellas palabras de Jesús sobre los siervos fieles que esperaban vigilando a su amo: «En verdad os digo que [el amo] se ceñirá la cintura, los hará sentar a la mesa y acercándose los servirá» (Lc 12,37). Si eso ya resulta insólito, la actitud del padre aquí lo es aún más, porque el hijo lo ha despreciado, alejándose de él y dilapidando su herencia. Y, por si fuera poco, el padre lo llena de regalos, de música, de fiesta, y le ofrece un ternero cebado. Jesús no ahorra detalles en su narración: el padre se le echa al cuello y lo abraza, a pesar del olor de los cerdos que había estado cuidando. Lo ha estado esperando todo el tiempo, no se ha olvidado de él en ningún momento y no quiere volver a perderlo.

La Virgen María nunca tuvo que pedir perdón a Dios, pero era muy consciente de que su fidelidad estaba fundada en la roca del Amor de Dios por ella. Nunca se atribuyó los méritos de su fidelidad: «Ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso» (Lc 1,49). De algún modo intuía que le había sido anticipada la gracia de la pasión y muerte de su Hijo para preservarla del pecado. También ella sentía una deuda infinita, pero la deuda no la aplastaba: la llenaba de agradecimiento, y por tanto de fidelidad. Por eso fue capaz de perdonarnos que claváramos a su Hijo en la Cruz. Y de acogernos, como un regalo de Dios.


[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, q.21, a.2, c.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.

[3] San Josemaría, Forja, n. 333.

[4] F. Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-2022, n. 2.

[5] San Josemaría, Carta, 28-III-1973, n. 9.

[6] F. Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-2022, n. 3.

[7] Ibidem, n. 3.

[8] Francisco, Homilía, 15-IV-2020.

[9] Benedicto XVI, Encuentro con los jóvenes en Cracovia-Blonia, 27-V-2006.

[10] San Bernardo, Sermón 5 sobre diversas materias, 4-5, en Opera omnia, edición cisterciense, 6,1 [1970] 103-104.

Diego Zalbidea – Carlos Ayxelà // Photo: Jackson David, Unsplash